El 28 de abril de 2025 hubo un apagón enorme en España. Tardé en enterarme porque pasé un rato al aire libre. Ese día tenía clase de gestión de ecosistemas en el grado de ciencias ambientales. Cuando llegué a clase, a las 13:30, me encontré a unos 15 estudiantes en la puerta del aula. Estaban entre agobiados y risueños por la situación. Me decían que no podíamos dar clase porque no había luz.
En un intento de provocar alguna reacción diferente por su parte, pregunté: "bueno, ¿qué hacemos entonces?, ¿nos vamos a casa?, ¿nos sentamos a llorar? No contestaron, así que mi provocación cayó, como tantas otras veces, en saco roto. Yo veía la situación como una oportunidad excelente para hablar de muchas cosas (energías renovables, nuevo orden mundial, ciberataques, etc.). Un poco cabizbajo y pensativo propuse que entráramos en clase. En ese momento, una alumna dijo, ¿por qué no nos vamos al aire libre y al menos disfrutamos de la primavera? Acogí con entusiasmo su idea y propuse que nos fuéramos a una especie de bosquete que hay en el confín este del campus de Rabanales.
Nos sentamos entre sol y sombra. Mientras cantaba un ruiseñor, empecé a charlar sobre cómo nuestro mundo tan avanzado tecnológicamente es también muy vulnerable. ¿Cuánto tiempo podríamos sobrevivir si se va la electricidad?, pregunté de forma retórica. Nuestro progreso como especie tiene dependencias bastante grandes de sistemas como el suministro de electricidad. Algunos estudiantes menospreciaron esta dependencia y a nuestra civilización, comentando que "antiguamente la gente podía vivir sin electricidad". Siendo eso cierto, no aporta nada en realidad porque eso pasaba en una situación en la que la gente venía de tener muy pocas cosas y había una posible "marcha atrás". No es lo mismo no tener algo que haberlo tenido y perderlo...
Traté de llevar la conversación desde la dependencia tecnológica al concepto de colapso. Mientras escribo esto pienso que habría estado bien comentar las corrientes colapsistas que se han hecho muy relevantes en las redes sociales. En cambio, pregunté si conocían situaciones o lugares en los que se viviera en un contexto parecido al que tenemos hoy. Varios contestaron al unísono que el COVID-19 fue una situación parecida. Reconociendo que fue una especie de colapso, acordamos que en realidad esa perturbación afectó fundamentalmente a las libertades individuales y no tanto a la disponibilidad real de energía y de recursos. Saqué a la palestra la situación de Cuba. Es un buen ejemplo de cómo se puede sobrevivir en un contexto con limitaciones importantes de enertía.
Estaba improvisando, así que no tenía un plan claro sobre las ideas que quería tratar. Lo que sí tenía claro es que el apagón me daba una buena oportunidad de que los estudiantes se abrieran un poco y contaran cómo ven el mundo que les ha tocado vivir.
Intenté provocar más debate sacando el concepto de decrecimiento. Lo definimos entre todos y acordamos que se refiere al proceso por el cual se reduce el progreso en ciertos aspectos de la sociedad de manera deliberada.
¿Creéis que el decrecimiento es una buena idea?, pregunté. A nadie le pareció una posible solución a los problemas ambientales que tenemos. Es más, todos coincidían que si decrecemos económicamente también se agravarían los problemas ambientales ya que habría menos recursos para abordarlos. A pesar de que todos lo tenían muy claro, insistí: ¿Pensáis que hay algún aspecto de nuestras vidas en las que sí tendría sentido decrecer? Y esta pregunta fue el detonante de una conversación tan inesperada como interesante. Pensé que la charla se iría hacia el materialismo, pero no. Fue más profunda e inmaterial:
Una alumna encadenó una serie de razonamientos que me sorprendieron. No tanto por ser novedosos, sino porque ella parecía que había reflexionado mucho sobre ellos y consideró sin dudar que se relacionaban con el decrecimiento. De forma resumida dijo algo así: "Creo que nos sobran estímulos en las redes sociales. Tengo la sensación de que estamos todo el rato buscando la aprobación de otros en las redes. Es como si en lugar de tener experiencias por disfrutarlas, las tenga para conseguir la atención y la validación de los otros". Sus compañeros asentían. "Estamos todo el rato conectados a internet", continuó. Otra compañera se animó y confesó que le cuesta interactuar con gente de su misma edad. Me pareció curioso y pregunté, ¿por qué crees que pasa eso?. Su respuesta me sorprendió: Sienten que se miden con sus iguales todo el rato. Es como que se espera de ellos que hagan muchas cosas y que sean muchas cosas para aprovechar el tiempo. ¿Y si esa persona con la que hablo sabe o es más que yo? En ese caso lo estaría haciendo mal yo. Por eso les resulta más fácil interactuar con gente más joven (son menos que yo porque no han tenido tiempo) o más mayor (han llegado más lejos porque han tenido más tiempo).
Esta confesión me dejó un poco perplejo. Me imaginaba algo así, pero no era consciente de que ellos eran tan conscientes de esta situación. Lo curioso es que todos los estudiantes respaldaron con vehemencia las palabras de su compañera. El apagón nos había dado la oportunidad de reflexionar sobre algo importante. La desconexión digital nos ayudó a darle forma a un malestar profundo.
Tras mi sorpresa, intenté devolver un mensaje tranquilizador. Comenté que esa necesidad de reconocimiento o validación es algo muy común. A mí me pasa también muchas veces. Somos seres sociales y necesitamos que otras personas nos vean en el sentido más profundo del término. Todos nos identificamos de alguna forma con la idea que los demás tienen de nosotros. Quizás, no soy experto en esto, sea hasta positivo que haya parte de nuestra identidad que esté depositada de alguna forma en la percepción que tienen los otros de mi ser. Traté de comparar esta situación con la que yo viví a su edad. Hablamos de cómo el mundo se ha ido haciendo cada vez más complejo. El cambio global, expresado a modo de multitud de gráficas exponenciales (la clásica gráfica en forma de palo de hockey) también nos afecta. Nuestras vidas de ahora están más aceleradas de lo que solían ser. Hay más opciones para todo y eso genera más incertidumbre. Y quizás, más necesidad de validación externa. Eso, creo, tensiona nuestra identidad.
Hablé del carácter relacional de los humanos y de cómo nuestra identidad se construye en parte a través de estas relaciones. Hipotetizamos sobre cómo las redes sociales pervierten un poco esa identidad. La disfunción aparece (esta fue nuestra hipótesis) cuando la necesidad de validación excede a nuestro círculo más cercano y se deposita en una gran cantidad de desconocidos que están lejos. Las redes sociales nos desajustan espacial y temporalmente. Nos relacionan con un futuro que no ha llegado (expectativas de reconocimiento) y con territorios lejanos (nuestros seguidores por todo el planeta). Traigo a la conversación alguno de los trabajos de Elinor Ostrom. Ella y su equipo propuso que los grupos humanos funcionan bien cuando tienen un tamaño igual o inferior a unas 200 personas. Es la cifra máxima de relaciones que puede gestionar nuestro cerebro. Si tenemos más relaciones o estas son con personas que están lejos, no lo llevamos bien. Esto genera impactos psicológicos importantes. Las redes sociales explotan nuestro deseo de conectarnos con otros humanos, pero lo trascienden en el sentido negativo del término porque usan este rasgo para conectarnos con muchas personas muy alejadas en el espacio y en el tiempo. Eso genera una ruptura en nuestra identidad que nos hace sentir incompletos. No se nos dan bien las relaciones superficiales, al parecer.
Traté de encaminar la conversación hacia posibles mecanismos para reducir las emociones negativas descritas anteriormente. Pregunto, ¿alguien medita?. Varios estudiantes levantan la mano en señal de afirmación. Un alumno comenta que lo hace por la mañana porque siente que se levanta inquieto. La gran cantidad de asuntos pendientes de cada día le abruman. Comenta que la meditación mañanera le ayuda a sobrellevarlo mejor. Otra compañera dice que lo intentó, pero que se agobió por que no lo hacía bien. Surgen comentarios similares entre varios estudiantes. Parece claro que perciben la meditación como un instrumento potencialmente útil para regular la ansiedad. Justo cuando iba a hablarles con un poco más de detalle sobre la meditación, un estudiante pregunta, ¿qué es meditar?
Antes de tratar de responder a esa pregunta, comento algunas ideas básicas sobre cómo funciona nuestro cerebro. Somos buenísimos interpretando el mundo usando relatos para ello. A nuestro cerebro le encantan las historias. Seguramente habrá una razón evolutiva para ello, lo desconozco. Sabemos que tendemos a repetirnos historias o relatos aunque no sean ciertas o aunque nos sienten mal por alguna razón. Buena parte del tiempo estamos divagando en otro tiempo y en otro espacio. No estamos en el aquí y en el ahora. En este sentido, podemos definir la meditación como un conjunto de técnicas que nos ayudan a anclar el cerebro al aquí y al ahora. No se trata de dejar la mente en blanco, sino de evitar ese rumio que solemos tener y que nos genera inquietud. Estas técnicas, implican, en buena medida contarle al cerebro una historia que lo atraiga al aquí y al ahora. Se usa la respiración como una especie de anclaje al presente. Se trata de tomar conciencia de cómo estamos respirando. No hay que respirar de ninguna manera concreta, sino únicamente ser consciente de cómo entra y sale el aire de los pulmones. Eso se suele acompañar de ideas que, siendo falsas, ayudan al objetivo de la meditación. Por ejemplo, pensar que al inspirar nos entra energía en el cuerpo y al expirar soltamos las emociones o sensaciones negativas. La meditación no evita que haya pensamientos disruptivos, pero sí nos ayuda a tomarlos menos en serio. Los vemos pasar y no nos apegamos a ellos. Son como nubes que pasan por un cielo azul en un día ventoso. Las vemos desde lejos y no nos apegamos a ellas. Tras esta reflexión intento animara a los estudiantes para que mediten con frecuencia. Una alumna dice que a ella le sienta muy bien estar con animales. Alguien comenta que el deporte también sirve para anclarnos en el aquí y en el ahora.
La sesión en el campo se va desdibujando poco a poco cuando preguntan cómo será el examen que tendremos dentro de unas semanas. Luego hablamos un poco de los trabajos que tenemos pendiente entregar y poco a poco regresamos a la normalidad. Seguimos sin electricidad, pero el hambre aprieta (son las 15:00) y la incertidumbre sobre qué comida habrá disponible en el comedor comienza a ser más urgente que las reflexiones filosóficas anteriores. Los estudiantes se van dispersando y yo me quedo reflexionando sobre el rato tan agradable que nos ha regalado el apagón. Saboreo el buen momento y mis niveles de confianza en el futuro suben algunos enteros. Si estos estudiantes que están sometidos a tantos estímulos son capaces de reflexionar como acabo de ver con tan solo 20 años, harán cosas grandes cuando tengan algunos más.