jueves, 30 de septiembre de 2010

El coste de las becas

Un amigo ha puesto en su twitter un enlace a esta carta al director publicada en el país:

No haré comentarios porque se explica por sí misma y porque lo único que me salen son sapos y culebras. Con algunos matices, creo que unos pocos millones de treintañeros estarían dispuestos a firmarla.

Allá va:

Estudié toda mi vida con becas. Eso, dicho así, parece una frase hecha, pero no. Estudié toda mi vida con becas, que significan -entre otras cosas- dinero de todos los contribuyentes. Con 14 años, el estado empezó a pagarme 14.000 pesetas anuales a modo de beca para materiales. Tengo 31 años, así que hablamos de 14.000 pesetas del año 1993. Desde los 17 me becaron con 32.000, con lo cual para cuando acabé el instituto el Estado había ingresado en mi cuenta 92.000 pesetas contantes y sonantes.

Entré en la Universidad y también tuve becas, nunca tuve que pagar ni una sola matrícula. A una media de, pongamos, 75.000 pesetas por curso, eso hacen 375.000. Además, recibí una beca escolar que, de media, eran unas 150.000 pesetas anuales: 750.000 en los cinco años. En quinto de carrera tuve, además, una beca de colaboración de mi Departamento. Se suponía que era para aprender investigar, pero lo único que me enseñaron fue a cargar carretillas de papel para la fotocopiadora, hacer funcionar la fotocopiadora y cambiar el tóner de la fotocopiadora. Me pagaron 23.000 pesetas al mes, diez meses. Total hasta aquí 1.447.000 pesetas. Unos 8700 euros.

Recibí cuatro becas diferentes para hacer el doctorado. La primera que acepté era de una fundación que me pagaba cuando le parecía oportuno, no me daba recibos del pago y, además, me metió en líos con Hacienda. En cualquier caso, seis meses a 600 euros, 3600 euros. Poco tiempo después recibí otra con patrones que me timaron en menos aspectos. No me contrataron, pero me hicieron firmar dedicación completa. Trabajé para ellos bajo la miserable forma de una beca: di clases, publiqué en revistas, hice estancias de investigación... pero días cotizados, cero. 800 euros al mes, 36 meses, 28.800 euros en total. A eso hay que sumar tres estancias de investigación en prestigiosos centros del extranjero, a digamos 1200 euros de subvención cada una. Esto ya parece el 1, 2, 3... 41.100 euros de todos los españoles. El último año, por fin, los becarios de investigación conseguimos que se nos hiciera un contrato. A la hora de firmarlo, te daban un papelito donde tenías que firmar que renunciabas a tu baja maternal, en caso de quedarte embarazada. Eso sí que son políticas de conciliación y lo demás cuentos. Nos daban, por primera vez, paga extra. Se la llevó Hacienda, pero la sumo igual. Doce meses, catorce pagas, a 1100 euros, 15400 euros, 56.500 en total.

Ahora viene la pirueta. Después de seis años trabajando para la Universidad, había cotizado un año. Cobré el paro y envié currículos. 630, mi madre lo recuerda bien. Durante mis dieciséis años en el mercado laboral español tuve los empleos más diversos además de la Universidad: guía turística para la tercera edad, traductora de manuales deportivos, profe particular, manufacturera -que no diseñadora- de bolsos y abalorios, dobladora de anuncios de radio... Que no se diga que no lo intenté en varios campos.

Lo intenté con todas mis fuerzas. Me agarré a la tierra de Asturias con pies y manos. Estuve un año en el paro, con una carrera, un máster, un doctorado, cuatro idiomas y dispuesta a trabajar de lo que saliese... pero no salió nada. En unos estaba demasiado formada, en otros no daba, literalmente, la talla -hasta para dependienta de tienda de ropa de adolescentes me presenté-, así que decidí emigrar. El camino fuera de Europa no es sencillo: veo a mis padres por Skype, mi presencia empieza a borrarse de los recuerdos de mis amigas -"¿todavía vivías aquí cuando pasó eso?"- y suplico a las alturas que el señor de inmigración no se quede con mi barra de turrón de Suchard y mis latas de bonito en aceite cuando vuelvo, siempre antes de Reyes, a incorporarme a mis clases en una estupenda Universidad de la soleadísima costa estadounidense del Pacífico. Lo más triste es que soy feliz aquí, a pesar de que veo la tristeza inmensa en los ojos de mis padres.

En resumen, España invirtió en mí, directamente, casi diez millones de pesetas, además de la formación universitaria, y ahora lo está aprovechando otro país: un lugar donde me siento un miembro útil y productivo de la sociedad. El problema más grande es que mi caso no es único. De mis quince compañeros del doctorado, solo dos están trabajando en España, en condiciones lamentables, eso sí, en la Universidad. Solo en nosotros, solo en nuestro pequeño rinconcito de la sala de becarios con sus palomas anidadas en una ventana, el Estado español tiró a la basura 130.000.000. Ciento treinta millones de pesetas que estábamos deseando revertir a la sociedad en aquello para lo que nos habíamos formado, pero no nos resulta posible. Trabajamos un tiempo gratis, mucho tiempo sin contrato, muchas más horas que una jornada estándar, sin sanidad, sin derecho a baja maternal, sin derecho a paro y, sobre todo, sin derecho a quejarnos. Porque éramos unos privilegiados, la creme de la creme de la intelectualidad que iba a llevar a España a cotas nunca antes conocidas. Y eso último es lo único cierto. Somos la generación que va a llevar a España a cotas nunca antes conocidas de desesperación, de frustración, de angustia, de parturientas añosas, de abuelos que van a tener que aprender chino o inglés para preguntarle a sus nietos -por skype- de qué color es la bici que piden a los Reyes Magos en casa de los abuelitos y que les va a llegar por correo.


sábado, 25 de septiembre de 2010

18 minutos y 11 segundos para explicar cómo cambiar el mundo



Johan Rockstrom me ha dejado boquiabierto en esta charla de TED. En sólo 18 minutos describe los enormes problemas a los que se enfrentará la humanidad en las próximas décadas. Pero lo hace con tal maestría e ilusión que el pesimismo y la negatividad no tienen cabida en su charla. Su principal reflexión es que las crisis a las que nos estamos enfrentando allanan el camino para la creación de nuevos paradigmas más enriquecedores para todos. No sé si será verdad o no, pero me encanta escucharlo ;)

Comienza describiendo los principales impactos de la actividad humana sobre el planeta Tierra, para luego definir un concepto interesante: la barrera de seguridad. Se trata de un límite difuso que no es recomendable sobrepasar si queremos mantener nuestra civilización dentro de los límites de la sostenibilidad planetaria. Se definen 9 límites, uno por cada uno de los principales problemas ambientales a los que nos enfrentamos (cambio climático, pérdida de biodiversidad, cambios de uso del suelo, etc.). Según describe con detalle en este artículo de Nature, hemos sobrepasado con creces la barrera en 3 de los 9 límites. Pero áun tenemos margen de maniobra en el resto.



El sombreado verde interior representa la "zona segura" propuesta para cada uno de los 9 sistemas planetarios. Las cuñas rojas representan la posición actual estimada para cada variable. Los límites en tres sistemas (pérdida de biodiversidad, cambio climático e interferencia con el cambio climático) ya han sido superados.


Pero lo mejor de todo es que, después de describir estos problemas (con una tierra inflable en la mano), defiende con argumentos sólidos que el cambio es posible. Que está en nuestras manos, que tenemos las herramientas para hacerlo: "In fact there is ample science to indicate that we can do this transformative change, that we have the ability to now move into a new innovative, a transformative gear, across scales."

Bueno, no quiero enrollarme más. Disfrutad del video. Hoy me he enamorado de este sueco, que por cierto usa brillantemente el lenguaje científico y nos hace comprender conceptos complejos sin usar jergas ...

viernes, 24 de septiembre de 2010

El lenguaje científico

"Las jergas del lenguaje científico no parecen construidas para establecer una comunicación entre aquellos que los usan, sino para excluir a quienes lo ignoran. "

Esta demoledora cita procede de un libro que estoy leyendo y que se titula "Llamamiento y otros fogonazos". Es en general un libro demoledor. O más bien que pretende justificar filosóficamente la demolición de nuestra actual sociedad mercantilista. Todavía no sé muy bien qué proponen poner en su lugar, pero eso es otra historia. Hoy lo traigo aquí porque esta vez estoy bastante de acuerdo con la cita.

Los lenguajes científicos surgieron probablemente como un intento de sistematizar la forma en la que nombramos conceptos comunes. Si todos nos ponemos de acuerdo en llamarle a una cosa o proceso con el mismo nombre, pues nos entenderemos mejor. Pero muchas veces ocurre justo lo contrario, que el lenguaje así creado se vuelve contra nosotros y dificulta la comunicación en lugar de facilitarla. Lo que me preocupa no es tanto que esto ocurra, sino los motivos por los que sucede. Sospecho que el ego (esa fiera insaciable que todos llevamos dentro) tiene algo que ver en el asunto. Creo que el ego se alimenta de las situaciones en las que uno está por encima de los demás (permítaseme la generalización): publicar más artículos que mis compañeros, tener más proyectos o ganar más dinero. Pero en este caso se trata de una subespecie rara de ego. Podemos llamarle el ego tribal. Si uso una jerga que nadie entiende, ni siquiera mis compañeros más cercanos, probablemente quedaré en evidencia y mi ego sufrirá un duro golpe. Pero si mi jerga la entienden unos pocos (no muchos), pues entonces el ego engordará considerablemente porque hay alguien que me entiende y unos muchos que no son lo suficientemente sabios para hacerlo.

Total, que esto apoya mi teoría de que es el ego y no la ley de la gravedad, el que hace que el mundo gire ;)

(afortunadamente hay honrosas excepciones a esta ley)